VALENCIA YA NO ES APÓSTATA
La llegada del Papa Benedicto XVI a Valencia ha puesto sobre el tapete sociopolítico varias cuestiones de indudable interés.
La primera, y fundamental, radica en que la sociedad civil, en su mayoría más inmensa e intensa, se ha volcado en transformar la ciudad del Turia (hoy seco, junto con los demás cauces de nuestros ríos, gracias a la Ministra Narbona) en una marea de amarillo y blanco difícilmente irrepetible. Marea que marea al Presidente de Gobierno porque sabe que la foto de la jornada (en todos los diarios menos en “El País”) será la actitud genuflexa del Primer Ministro Español ante el Guía Espiritual de Roma. Zapatero se lo pensará dos veces antes de autorizar su publicación.
Con ello conseguiremos que, al menos, el corazón de Zapatero se vea dividido entre la obediencia a ETA y la obediencia al Papa. Entre dos amores: el terrorismo y su suegra.
Zapatero entre el bien y el mal, entre el terror y el amor. ¡Casi nada!.
Otra cuestión, no baladí, además de ver a la suegra de Zapatero con su hija y sus nietas acompañadas del cabeza de familia (una familia común y natural, no las que celebraron el nacimiento del arco iris) es constatar que la apostaría –en Valencia- es mera anécdota que no merece ni el artículo que redacto.
Mil quinientas instancias, según los colectivos irritados por la presencia del Santo Padre, han pasado por la sede Arzobispal para que se les dé de baja del censo de cristianos en activo (según Almodóvar y su particular ábaco de contar serían varios millones) que no se corresponden con las docenas de triángulos rojos escondidos entre las miles de banderas que, celebrando el acontecimiento eclesial, hemos colocado los vecinos de buena voluntad.
Ya sabemos que, a partir de ahora, los mil quinientos carecen de legitimidad alguna para inmiscuirse en temas de nuestra Iglesia.
Y, a partir de ahora, coherencia. Trasladar nuestras manifestaciones, nuestras creencias y nuestra fe, a la vida política: votando únicamente a quienes nos garanticen la libertad religiosa. Zapatero no lo hace.
Fermín Palacios Cortés